Fecha: 2022-09-14

Por Montserrat Berones Martínez 

¿Qué tan difícil sería escribir? Es mi primera vez. Y digo difícil, porque pareciera que la humanidad requiere de más tiempo, quizá de más consumismo, algo más que simple perfección, y no solemos darnos cuenta de lo que está más cerca de nosotros. 

Así que, estimado lector, te contaré la vez que crucé el charco, coloquialmente como se le dice a quien quiere conocer las Europas, particularmente la del sur oeste, donde se estableció España. 

Todo comenzó en un verano caluroso de 2016, cuando pisé el viejo continente. Me impresionaba saber que estaría en la tierra donde se planeó la conquista de México, de la Nueva España. 

Aquella península que alberga a la cultura cristiana, misma que fue impuesta a la nuestra. Hispania, conocida así por los romanos, me dejó boquiabierta con su Gran Vía, con sus callejones a media luz y con su anochecer en punto de las doce. 

Recuerdo que la Plaza del Sol, lugar de encuentro por excelencia entre madrileños y turistas, donde se erige la estatua del Oso y el Madroño era alumbrada por el sol cálido de las nueve de la noche. Madrid y sus jamones ibéricos, ¡qué delicia! Pasear por el parque del Retiro acompañada de una baguette repleta de queso manchego y embutidos. 

Sentarse a reposar después de conocer el Palacio de Cristal. Caminar sobre la Plaza Miguel de Cervantes, cerca de la estación del metro Príncipe Pío. Dejarse llevar por el bullicio y gritos de sus gentes. Observar el espectacular cambio de turno de los guardias del Palacio Real. ¡Hala, Madrid! Después, como si fuese un presagio, me dirigí en tren a Granada. 

Quedé enamorada de su tierra mora. La Alhambra es fenomenal, tiene unos salones con grabados de arte islámico que me embobaron. 

Pasaban minutos, y mis ojos se perdían entre tanto garigoleado y entre sus jardines y fuentes de agua fresca. Aprendí que todo lo que comienza con “Al” es árabe, como Alá, alhaja, almohada, y un sinfín de palabras que repetimos a diario. 

Me percaté que el andaluz era distinto al español citadino, solía ser más cálido, más bailador, no por nada el flamenco es oriundo de esa comunidad. 

Presencié ese espectáculo y recuerdo que la piel se me ponía chinita cada vez que escuchaba el tacón de la bailarina golpear la tarima de madera, una sensación menos explicable y más perceptible. Agradecí haber visto tan apasionante demostración. 

Luego, como si ya todo estuviese predeterminado, llegué a la ciudad de Barcelona lugar delirante y arrebatador rodeado por el Mar Mediterráneo. La fachada de la Sagrada Familia estaba repleta de secretos; por ejemplo, ahí encontré una representación del beso entre Jesús de Nazareth y Judas Iscariote. Haber ingresado en aquella arquitectura neogótica creada por Antoni Gaudí fue electrizante. 

Al ver los colores de sus mosaicos simulando un caleidoscopio, recuerdo que cerraba los ojos y me quedaba el reflejo en los párpados. Un guía me platicó que hace más de 140 años se colocó la primera piedra y que la basílica seguía en construcción, ¡y es cierto! Se encontraba rodeada de plataformas y máquinas modernas. Un sueño hecho realidad. 

Espero que haya logrado transmitir, sino mucho, aunque sea un poco de mis andanzas. Mientras tanto, seguiré juntando recuerdos de otros lugares que me cambiaron la manera de percibir la existencia, esta que vemos y no sabemos si es real o una simulación.

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