El Ángel del Norte - Un relato veracruzano de fe, amor y esperanza

Este es mi mensaje de Navidad para todos ustedes. Hace un par de meses, el norte de Veracruz vivió días en los que la naturaleza mostró su rostro más feroz. No fueron simples lluvias: fue un golpe brutal del cielo contra la tierra.

masclaro.mx
today 15/12/2025

Por Rubén Ricaño Escobar


Este es mi mensaje de Navidad para todos ustedes. Hace un par de meses, el norte de Veracruz vivió días en los que la naturaleza mostró su rostro más feroz. No fueron simples lluvias: fue un golpe brutal del cielo contra la tierra.

El agua descendió con la violencia de un ejército oscuro. Los ríos crecieron como monstruos, avanzando sin piedad, arrancándolo todo. Se oyeron gritos, golpes, quiebres; después, sólo el rugido del agua devorándolo todo.

Cuando por fin la tormenta cedió, dejó atrás un silencio que dolía. Las calles eran cicatrices abiertas. El lodo cubría puertas, ventanas, recuerdos. Las casas eran esqueletos de lo que alguna vez fue vida. Y en los rostros de la gente había una mezcla de miedo, rabia e impotencia, ese estremecimiento profundo que nace cuando uno descubre que, ante la furia de la naturaleza, somos pequeños.
En medio de ese panorama desolador, un amigo mío —a quien conozco desde que era un niño en la tierra natal de mi madre— decidió llevar ayuda. Hombre de fe y líder emprendedor, de esos que practican el Evangelio de verdad, sin discursos, sin fotos, sin esperar nada. Fue porque su corazón se lo pedía; porque así es él: un servidor silencioso.
Y fue allí, entre escombros, donde ocurrió algo que lo marcó para siempre.

Mientras repartía víveres y escuchaba historias que desgarran el alma, se detuvo frente a los restos de una casa prácticamente borrada por el agua. Algo llamó su atención: entre el fango, semienterrado, cubierto de barro seco, había un ángel de pasta, con alas dañadas y una paloma entre las manos. Estaba arrumbado y a punto de ir al vertedero de basura, de escombros, de desgracias. Estaba manchado, roto, vencido… pero su rostro conservaba una paz que no tenía explicación. Era como si, en medio de aquella devastación, ese rostro siguiera rezando.

La dueña del lugar lo vio observándolo y le dijo con voz gastada: —¿Le gusta ese ángel? Si lo quiere, lléveselo. Mi amigo respondió con respeto: —Es suyo. Límpielo, recupérelo. Es hermoso. Pero la mujer insistió, con un cansancio que venía desde el alma:
—Llévelo usted. Yo ya no puedo con nada.

Y allí entendió mi amigo que no sólo le entregaba una figura. Le entregaba el símbolo de algo que ya no podía sostener: su fe, su esperanza, su fuerza.

Lo tomó con cuidado, como quien rescata algo sagrado. Y al llegar a su casa, junto con su madre —una mujer maravillosa, de manos sabias, artista del alma, de la pintura y del barro— comenzaron a limpiarlo. Cada trazo de trapo húmedo era un acto de amor. Cada mancha retirada parecía arrancar también una herida del mundo, y cada pincelada era una nueva luz de vida, de renacimiento.

Poco a poco, el ángel recuperó su luz. Las alas volvieron a brillar. La paloma pareció cobrar vida en sus manos, y la pintaron de rojo, porque vino a su mente aquella hermosa historia del petirrojo que, al ver la corona de espinas lacerando la cabeza de nuestro Señor Jesucristo, intentó pertinazmente quitársela y se tiñó de la sagrada sangre. Ahora la paloma que sostiene el ángel rescatado también es roja, como un símbolo de lo que vendrá después de la natividad del Señor: el cumplimiento de que Dios nos ama tanto que envió a su Hijo a caminar entre lobos, pero que, con su pasión, muerte y resurrección, no solo nos salvó, sino que nos enseñó que, como el ángel rescatado, todos podemos renacer.

Y en ese renacimiento, mi amigo entendió algo profundo: aun cubiertos de fango, los ángeles siguen siendo ángeles; aun cubiertos de dolor, los seres humanos siguen pudiendo levantarse.
Este diciembre, ese ángel —salvado de los escombros y devuelto a la vida— custodia el nacimiento en otro pueblo veracruzano, Misantla, donde también saben lo que significa perderlo todo y aun así seguir adelante.

Allí, bajo luces cálidas, entre villancicos y oraciones, el ángel recordará silenciosamente que: la esperanza no muere, solo se cansa, pero regresa con más fuerza; el amor no desaparece, solo espera ser despertado; y la luz no se extingue, aunque esté oculta bajo el barro.

Porque sí: la vida a veces nos derriba con dureza. Nos quita cosas que amamos, nos obliga a empezar desde cero, nos llena de noches largas. Pero nunca, nunca nos quita lo esencial:
la capacidad de amar, de creer, de levantarnos y de volver a empezar.

Y eso, justamente eso, es la promesa eterna de la Navidad.